Qallunaaq
En inuktitut ᖃᓪᓗᓈᖅ, alguien que no es Inuit, normalmente de ascendencia europea.
Me duelen los dedos del frío. Me he quitado las manoplas que me dejaron en el Polar Continental Shelf Program en Ottawa para poder manipular la cámara. La escena, afortunadamente no cambia muy rápido, porque al cabo de unos segundos tengo que dejar la cámara y meter las manos en los bolsillos XXL de la parka para que recuperen la sensibilidad. Aunque no hace un frío excesivo para finales de abril (-15 ºC) mi mediterraneidad lo está aguantado nada más que regular, y hago apuestas conmigo mismo para ver qué se me caerá primero, la nariz o las orejas. Estamos conduciendo ¿navegando? hacia el norte, dejando a la derecha la costa de Broughton Island y a la izquierda la costa de Baffin Island. Voy sentado encima de las cajas de material que hemos amarrado a conciencia en un qamutiik, el trineo tradicional Inuit, el único vehículo que no se acaba desmontando al navegar por la superficie del mar helado. Será un diseño perfeccionado por años de trashumancia polar, pero mi trasero está notando la ausencia de amortiguación y no está de acuerdo con ello.
El paisaje que se despliega ante mi parece irreal: una extensión blanca que se pierde hacia el norte sin un final aparente, extrañamente horizontal, de la que emergen enormes bloques de hielo aquí y allí. Son icebergs que se desprendieron de Groenlandia hace uno, ¿dos?, ¿tres? años y fueron derivando hacia el sur durante el verano y quedaron atrapados cuando el mar se volvió a congelar en invierno. Y así año tras año. La horizontalidad del terreno nevado y las moles de hielo que se levantan desafiantes me hacen imposible olvidar que bajo los patines del qamutiik y la moto de nieve que tira de él hay una capa de poco más de un metro de hielo. Es suficientemente gruesa para soportar nuestro peso, pero aun así da un poco de canguelo saber que bajo el hielo hay un centenar de metros de océano ártico, frío e inhóspito.
Hemos venido a Qikiqtarjuaq invitados por unos colegas de la Universidad Laval, de Canadá, para describir las comunidades bacterianas que viven en el hielo ártico: ¿Qué especies hay? ¿Cuál es su potencial genético? ¿Qué papel juegan en el ecosistema polar? Para mí, va a ser una experiencia única, posiblemente irrepetible, así que por supuesto he traído dos cámaras y toda la película que me pude permitir después de dejarme el sueldo en ropa térmica. Protegidas entre calcetines y forros polares han viajado conmigo una Leica M4-P con un 50 mm Summicron del año 1957, un 28 mm f5.6 chino hecho por no pocos artesanos (puristas abstenerse de opinar) y una Mamiya C330 con un 80 mm f2.8 (estábais leyendo para el cacharreo fotográfico, ¿no? ¿o es que os gustan las bacterias polares?). No solo es mi primera aventura ártica, sino que también es mi primera experiencia fotografiando en climas fríos (creo que el Montseny en enero no cuenta), así que tenía muchas dudas al hacer la maleta: ¿se congelarán los lubricantes de los mecanismos de las cámaras y no podré disparar? ¿El arrastre será demasiado agresivo y se romperá la película al estar bajo cero? ¿Qué sensibilidad de película llevo? ¿Cuánta película? ¿Llevo filtros? ¿Por qué el pato Donald iba siempre sin pantalones y se ponía una toalla en la cintura al salir de la ducha?
Preparar las cámaras para el invierno, como he leído que se hacía antaño, sustituyendo los lubricantes por otros con un punto de fusión más bajo, no era una opción. Por varias razones, la más importante que no tengo idea de quién puede hacer ese trabajo, seguido por que se me echaba el tiempo encima y coronado con que sería necesaria una segunda visita al mecánico para volver a sustituir los lubricantes a la vuelta. Dos cámaras más dos servicios por cámara igual a demasiados euros desembolsados y demasiado riesgo por abrir y cerrar dos cámaras demasiadas veces. Ya se sabe, si montas y desmontas una cosa varias veces, acabarás teniendo dos cosas. Con el dinero que me ahorré en mecánica de cámaras me hice con muchos rollos de Ilford FP4+, en 35 mm y en 120. Tenía en casa algunos rollos de Rollei RPX 400, así que estaba razonablemente tranquilo de que algo saldría independientemente de las condiciones de luz.
Volvamos a mi traqueteante qamutiik. El cielo está cubierto, sin texturas. No se me había ocurrido que las escenas que iba a fotografiar podían tener tan poco contraste. El cielo y la nieve que cubre el hielo marino tienen una luminancia demasiado parecida. Solo se ven algunas motas negras rocosas en la ladera de las colinas o en los acantilados. Pasamos a través de un iceberg de formas caprichosas. De repente, las nubes se abren un poco y queda iluminado, revelando un color azul pitufo y unas vetas de diferentes tonos de azul. ¿Alguien me puede recordar por qué disparo blanco y negro? Me quito las manoplas, alcanzo la cámara y con el traqueteo disparo una, dos, tres veces. El breve lapso de tiempo que he tardado en hacer todo el proceso ha sido suficiente para que la luz haya desaparecido. Estas fotos serán solo "meh". Se salvarán porque es un iceberg. Como poco, he comprobado que el obturador ha hecho su trabajo sin ningún tipo de pereza. Me caliento las manos en los bolsillos un momento y saco el móvil. Es mi única cámara digital y también es mi fotómetro. Sí, me he olvidado el "de verdad" en Barcelona.
Llegamos al parking. Las motos de nieve con sus qamutiiks paran formando una fila en medio de la nada. Resulta que no hace viento, la brisa que estaba a punto de descolgarme las orejas la hacíamos nosotros mismos al avanzar. Mientras alguien comprueba el grosor de la capa de hielo con una especie de sacacorchos enorme, saco la cámara y el móvil para medir la luz. La nieve es blanca, ¿no? Se supone que tengo que sobreexponer un par de pasos para llevar la lectura del fotómetro de zona V a zona VII y retener algo de textura en las altas luces ¿no? ¿Estoy seguro de esto? Bueno, he llegado hasta aquí, así que no voy a ahorrar película y voy a hacer la misma foto con diferentes exposiciones. Eso que llaman bracketing. Disparo por primera vez y... el sonido. El sonido del obturador. Mucho se ha escrito y debatido sobre obturadores y su huella sonora. Que si la Pentax 67 suena como el meteorito que extinguió los dinosaurios, que si las réflex suenan a bofetada, que si las Leica son tan sutiles y silenciosas que pasan desapercibidas en la calle... Sin embargo aquí, en medio del mar helado, sin viento, sin oleaje, sin un signo de vida excepto nuestro grupo de trabajo, el silencio es total y el eco no existe. El "clic" del obturador suena como nunca lo había oído, no sé si sale de la cámara pero por supuesto que sale de la cámara. Qué sensación tan extraña. ¿Serán así esas habitaciones anecoicas en las que si pasas mucho rato empiezas a escuchar los sonidos que vienen de dentro de tu propio cuerpo? Al cabo de un rato yo creo oír la sangre que circula por las venas de mis sienes. No es exageración.
Ahora toca trabajar. Con un metro veinte de hielo, el equipo que determinará sus propiedades ópticas puede trabajar bien, así que nosotros nos ponemos en paralelo con nuestro trabajo. Limpiamos la nieve de una parcelita de 2 metros cuadrados hasta que aparece la superficie del hielo y con un tubo provisto de cuchillas, extraemos cilindros de hielo desde la superficie hasta el agua líquida de debajo. La parte inferior del hielo está tapizada de un color marrón. Son diatomeas, algas unicelulares con esqueleto de sílice que aprovechan la poca luz que atraviesa la nieve y el hielo cuando empieza la primavera. Estas células forman parte de la dieta de pequeños animalillos (krill entre otros), que luego serán consumidos por otros animales más grandes y así sucesivamente hasta llegar al gran oso polar, nanuq. Y hablando de nanuq, tenemos prohibido caminar por delante o por detrás de la fila de qamutiiks aparcados. En la primera moto de nieve esta Goatamee, un viejo cazador local que está encargado de vigilar por si aparece un oso polar. En la parte de atrás del convoy han dejado un rifle con su caja abierta, preparado para disparar. Parece ser que si aparece un oso estamos fritos, así que el rifle está cargado con 2 balas de fogueo, 3 dardos tranquilizantes y 3 balas "de verdad", en ese orden. La idea es ahuyentar al animal antes de tener que usar medidas más drásticas. Goatamee nos asegura que estamos demasiado lejos de la zona fronteriza con el mar abierto donde se rompe el hielo y por eso aquí no hay focas. Si no hay focas, no hay osos. También nos hace notar que hemos "aparcado" en un lugar donde el hielo está muy poco afectado por corrientes que lo puedan deformar, rompiéndolo y creando bloques donde se podrían ocultar los osos. Si apareciera uno, lo veríamos con tiempo y podríamos hacer mutis antes de que estuviera tan cerca que hubiera que usar las armas.
Seguimos sacando cilindros de hielo, medimos la temperatura y la salinidad cada 10 cm, los cortamos y los embolsamos para llevarlos al laboratorio. Excavamos un nuevo agujero, pero no dejamos que se comunique con el mar. Al cabo de unas horas estará lleno de salmuera: agua hipersalina intersticial en la que las bacterias polares están tan a gusto.
Hora de descansar y comer un sobre de esos liofilizados de montañismo. Los mezclamos con agua caliente que llevamos en un termo y, elijas la variedad que elijas, todos saben a chile con carne. Yo ya he acabado mi trabajo de campo por hoy. Saco la Mamiya. Es la cámara perfecta para hacer retratos de mis compañeros y compañeras. El obturador del 80 mm funciona bien también. Exitazo. Les retrato mientras están descansando, comiendo o trabajando. Si mis compañeros ya creían que era un friki por llevar una cámara más vieja que la mayoría de ellos cargada con película, sus caras cambian al ver el ladrillo con dos objetivos que cuelga de mi cuello. No sé si ahora me respetan más o evalúan si se perdería gran cosa si me atacara un oso.
Son las 3 de la tarde. Brilla el sol y toca recoger y empaquetar el instrumental y las muestras de hielo para llevarlas al laboratorio, que no es otro que el aula de ciencias de la escuela de Qikiqtarjuaq, que nos han cedido amablemente a cambio de tener alumnos haciéndose selfies y preguntando mil cosas e intentando tocarlo todo a la hora del recreo. Foto de grupo en 35 mm antes de subir a los qamutiiks. Estoy acabando el carrete y al darle a la palanca de arrastre noto que algo va mal. Un ruido extraño y la película no avanza. Rebobino el carrete sin problemas y al abrir la cámara, encuentro un trozo de película rota suelto. Es como si le hubiesen dado un mordisco a la parte donde están los boquetitos para engranar con el arrastre. No sé si ha sido el frío, o si he sido muy impetuoso con la palanca. Sea como sea, será el único problema de este tipo que tendré en todo el viaje.
Tras 10 días de trabajo intenso, a razón de dos días en el campo, un día en el laboratorio, tenemos que volver a Barcelona. Es nuestra última noche. En los trayectos entre nuestro alojamiento y la escuela, he aprovechado para sacar algunas fotos de los alrededores de la comunidad Inuit. Sin embargo, esta noche la oportunidad fotográfica va a ser especial. Nos dan permiso para caminar sobre el mar helado el kilómetro escaso que hay entre nuestro alojamiento y un grupo de dos icebergs que llevan dos años en la bahía. Tradicionalmente, los Inuit conseguían su agua potable de los icebergs encallados en el hielo, ya que provienen de glaciares y no son de agua salada. Voy rápido a mi habitación a coger las dos cámaras y empezamos el trayecto. La mayoría de nuestras compañeras ya han ido hacia allá, así que vamos siguiendo sus huellas en la nieve, pisando por donde ya han pisado para evitar hundirnos hasta la rodilla en algunos sitios. A medio camino aparece una bici amarilla de niño que se mantiene de pie al tener las ruedas un poco hundidas en la nieve. ¿A quién se le ocurre llevar una bici por ese terreno? Luego recuerdo que yo también tengo niños y me puedo hacer una idea de cómo ha ido la cosa: "mamá, quiero ir en bici hasta el iceberg", "ni se te ocurra", "que sí, que voy", "mira, haz lo que quieras pero que sepas que si te cansas yo no te la voy a llevar". El crepúsculo eterno de principios de marzo y el cielo tapado dan las peores condiciones de iluminación y contraste que uno pueda desear para hacer fotos en blanco y negro. Genial. Me voy mañana y no voy a poder repetir esa excursión con mejor luz. Pues nada, foto a la bici y que salga el sol por donde sea. Llegamos al pie de los icebergs. Se supone que no es seguro acercarse mucho, ya que pueden ser inestables. Aparece un niño de unos 10 años. El propietario de la bici. Empieza a escalar por las paredes de hielo. A su madre no parece que le dé mucho miedo. Nos acercamos y vuelvo a sacar la cámara, sin muchas esperanzas, pero sabiendo que es algo que difícilmente voy a volver a experimentar. Nuestro grupo se saca selfies y fotos de grupo con el móvil. La sensación de irrealidad es tal que todo tiene sentido. Claro que estamos caminando por el mar congelado y tocando el trozo de un glaciar que, después de deslizarse lentamente durante años por las montañas de Groenlandia, ha llegado flotando hasta aquí. ¿Qué otra cosa podría ser?
Hoy empieza nuestra vuelta. El primer vuelo nos lleva a Pangnirtung, bajamos a estirar las piernas, como si fuera un autobús (el avión se parece bastante), volvemos a embarcar y volamos a Iqaluit, la capital del estado de Nunavut, con poco más de 7.500 habitantes. Aquí las sensaciones son diferentes que más al norte. Las casas son de más de una altura y las calles están llenas de basura: trastos viejos, colchones, sofás, lavadoras. La sensación de abandono pesa en el ambiente, incrementada por el deshielo que ya ha empezado aquí y deja las calles embarradas. En Iqaluit hay bastante población con rasgos occidentales que viene del sur, y sus diferencias con los Inuit que fueron obligados a abandonar sus costumbres nómadas son patentes en sus casas y en sus caras. Paseo por la ciudad y llego al cementerio, un cementerio cristiano con las cruces cubiertas por la nieve. Durante los años 50, Canadá quiso asimilar los pueblos Inuit, reubicándolos y proporcionándoles asentamientos permanentes. Tiempo atrás, los misioneros cristianos ya habían traído una nueva religión. Me dio la sensación de que las cruces parcialmente sepultadas en la nieve a la orilla de Frobisher Bay me estaban contando una historia en silencio.
Epílogo:
Revelé los carretes en Pyro-510, en un tanque Jobo dándole vueltas a mano en una base que me hice con 4 ruedas de la ferretería y madera que tenía tirada por casa. No sé si este revelador fue la decisión más acertada. Este revelador tiñe los negativos de marrón y se me hace muy difícil juzgar escenas de bajo contraste. Quizás un desatendido con Rodinal me hubiera perdonado un poco más errores de exposición. Sea como sea, y por si alguien me sugiere forzar el revelado para conseguir más contraste, al final en un rollo hay de todo y no quise arriesgar (ya arreglaré los problemas "en post" ;-). Escaneé los negativos con una cámara compacta Sony ni sé qué modelo, que me regaló mi tío cuando se la cambió por otra. Los invertí en el móvil con Snapseed con la herramienta de curvas y ajusté un poco el brillo y contraste. Ya sé que este procesado es muy cutre, pero no quiero esforzarme demasiado con el escaneado para así tener una motivación extra para positivar los negativos. Cabe decir que he positivado muy pocas fotos de este viaje todavía, algo que quiero solucionar. Los retratos con la Mamiya quedaron bastante bien, pero cuál no sería mi sorpresa al ver que el enfoque siempre estaba un poco delante de donde yo lo había colocado, que normalmente es en los ojos. Qué rabia. Parece ser que la pantalla de enfoque de la Mamiya se apoya sobre una junta de goma de unos 3 mm de grosor. Junta que no estaba y que hacía que el enfoque no fuera del todo preciso a aperturas grandes. Lo he solucionado con goma eva negra y parece que vuelvo a enfocar bien.